Dentro del derecho societario, y más concretamente en lo relativo a la responsabilidad por deudas de los administradores, una de las cuestiones controvertidas y que más discusiones ha provocado, con alcance práctico indudable, ha sido la del “dies a quo” a partir del cual los administradores de las sociedades de capital se ven obligados a convocar junta en estos casos (art. 367 LSC). Las posturas doctrinales, siendo unos más rigurosos que otros en ciertos aspectos puntuales, han sido fundamentalmente dos. Y han girado entre (1) la interpretación rígida y objetiva, en la que se da preponderancia al criterio de seguridad jurídica, apostando por un “dies a quo” claro, concreto e inamovible, y (2) la interpretación flexible, en la que se da preponderancia al valor justicia, apostando por un “dies a quo” indeterminado, pero surgido de la real constatación de las pérdidas, sea cual sea el momento en que se detecten.
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Doctrina minoritaria
Encabezada por Sánchez Calero o Ángel Rojo, entre otros, ha partido de una interpretación lógica y sistemática, viniendo a entender, en suma, que las pérdidas que hacen surgir la obligación de convocar junta y, en su caso, hacen nacer la responsabilidad por deudas de los administradores, son las pérdidas detectadas en las cuentas anuales, pues la determinación del resultado, de acuerdo con el derecho de balances y sociedades, es el resultado de la elaboración y cierre de las cuentas anuales. Las pérdidas son como el balance que las determina, anuales, y así aconseja entenderlo el principio de conservación de la empresa (Ángel Rojo), y de tal modo parece deducirse de la Resolución del ICAC de 20 de diciembre de 1996, cuando se refiere a los términos “patrimonio”, “haber” y “patrimonio contable”, a efectos de los supuestos de reducción de capital y de disolución, de los artículos 163, y 260 del antiguo TRLAS, y 79 y 104 de la antigua LSRSL, diciendo que “… se determinarán a partir de los modelos de balance contenidos en la cuarta parte del Plan de Contabilidad…”. Se evita así, que una sociedad con patrimonio suficiente y por motivos coyunturales tuviese que verse obligada a promover su disolución.
Doctrina mayoritaria
Representada por Uría-Menéndez, Beltrán o Rodríguez Ruiz de Villa…, de la que participa la mayoría de la jurisprudencia, entiende que las pérdidas a este efecto serán las detectadas en cualquier momento de la vida social, con lo que se gana en el valor justicia, pero la inseguridad jurídica es evidente. Para este sector doctrinal, las pérdidas pueden ser detectadas a través de un balance trimestral, un estado de cuentas a efectos de repartir dividendos, o cualquier otra circunstancia que objetivamente suponga la detección de las pérdidas según un criterio de diligencia mínima exigible a los administradores. Para Rodríguez Ruiz de Villa no hay que ser excesivamente riguroso con esta exigencia, pero hay que atender a las concretas circunstancias para determinar si los administradores pudieron conocer, o no, la situación de pérdidas. El principal problema práctico para esta teoría es fáctico: poder determinar y probar ese momento. Si bien, en algo ayuda la presunción del actual art. 367.2 LSC, de que la deuda reclamada es posterior a la causa de disolución, salvo prueba en contrario.
Criterios normativos e institucionales
Sea cual sea la postura que se adopte, hay que reconocer que el legislador está mandando señales al intérprete desde la Propuesta de Código de Sociedades Mercantiles de 2002, si bien los autores consultados no son concluyentes a la hora de interpretar estas señales. Y es que, recogiendo a Rodríguez Ruiz de Villa y a Huerta Viesca, dicha propuesta, en su artículo 560.1, sobre el “díes a quo”, “está a la fecha de formulación de las cuentas anuales del ejercicio en que se detecten las pérdidas, o, en defecto de tal formulación a la fecha límite de la misma, que sigue siendo de tres meses desde la fecha del cierre”. Ciertamente razón tienen estos autores cuando señalan que se gana en seguridad jurídica con esta postura, pero se pierde en agilidad, máxime en el estado de la contabilidad actual y la llevanza a través de sistemas informáticos que permiten un control inmediato del estado financiero.
Pero es que es más, la Ley de reforma y adaptación de la legislación mercantil en materia contable para su armonización con base en la normativa de la Unión Europea, dio nueva redacción al art. 260.1.4ª LSA, añadiendo el adjetivo “neto” al patrimonio que, en opinión de ciertos autores, hace una referencia a las pérdidas reflejadas en las cuentas anuales. Este criterio ha sido confirmado posteriormente por la nueva redacción del art. 36.1,c) C.Com., dada por el RD 10/2008, que dice:
“A los efectos de … la disolución obligatoria por pérdidas de acuerdo con lo dispuesto en la regulación legal de las sociedades anónimas y sociedades de responsabilidad limitada, se considerará patrimonio neto el importe que se califique como tal conforme a los criterios para confeccionar las cuentas anuales”.
Al respecto dicen Rodríguez Ruiz de Villa y Huerta Viesca que es posible que este criterio sirva para desterrar la interpretación flexible de considerar, como documentos para fijar el “dies a quo” para el deber de actuación de los administradores, los balances trimestrales y otros estados contables intermedios distintos a las cuentas anuales a cierre de cada ejercicio.
Un paso más hacia esa objetivización y acercamiento a la postura rígida lo encuentro en el Criterio Técnico núm. 89/2011, sobre derivación de responsabilidad a los administradores de sociedades mercantiles capitalistas en materia de deudas por cuotas de seguridad social. Los poderes públicos están dando señales nuevamente.
Un pequeño inciso entiendo necesario, pues yerra flagrantemente en la intepretación del art. 2.4 LC, cuando viene a identificar los hechos objetivos de que amparan una solicitud de concurso necesario con la verdadera existencia de insolvencia concursal:
“… la mera falta de pago de las cuotas a la Seguridad Social durante tres meses –o la existencia de cualquiera de los demás hechos contemplados en el artículo 2 de la Ley Concursal 22/2003, de 9 de julio– no autoriza por sí misma la derivación de responsabilidad a los administradores, pues la simple insolvencia no supone la existencia de una causa de disolución de la sociedad”
Por supuesto que no puede justificar derivar responsabilidad por deudas a los administradores la existencia de esos hechos objetivos que legitiman para solicitar concurso necesario, pero es que eso no implica que, por el mero hecho de darse, se esté en insolvencia. Eso no es así. El deudor puede acreditar su solvencia pese a la existencia de los hechos objetivos. Hecho objetivo es indicativo, no igual a insolvencia.
Pero al margen de eso, y en lo que ahora interesa, el criterio viene a decir:
“En el caso de que la causa de disolución fuera la del artículo 363.1.d de LSC (por pérdidas que dejen reducido el patrimonio neto a una cantidad inferior a la mitad del capital social), el plazo de dos meses empieza a contar desde el momento en el que el administrador hubiera tenido conocimiento de su existencia, lo que debe entenderse producido en el plazo máximo de tres meses, plazo máximo para formular las cuentas anuales según lo dispuesto en el artículo 253 LCS, contados a partir de la fecha del cierre del ejercicio anual, que será considerada como fecha de la causa de disolución.”
En conclusión
Argumentos a favor de una y de otra de las interpretaciones hay, si bien la seguridad jurídica y el principio de conservación de la empresa puede inclinar la balanza, pues la empresa puede pasar por situaciones de estrechez económico-financiera durante el ejercicio, pero al cierre del ejercicio pueden estar superados, posibilidad que aconseja una interpretación no tan favorecedora de la agilidad en la toma de decisiones. Y ello, porque puede enviarse a una sociedad solvente y viable a la liquidación, y condenar a sus administradores solidariamente por las deudas surgidas por un problema coyuntural que, de continuar en el ejercicio del comercio, no hubiese pasado de mera incidencia o bache financiero. Y más en los tiempos que corren, en los que los impagados y las circunstancias derivadas colocan a buen número de empresas ante situaciones difíciles, por sólidas y viables que sean. Sea como sea, en la práctica, la presunción de que la deuda reclamada en cada caso es posterior al momento en que se da la causa de disolución, unido a que no se dispone de más medios de prueba que quizás las cuentas depositadas en el RM, hacen no plantearse en exceso el apostar por una u otra teoría. Quizás con la responsabilidad por deudas de administradores pase como con el derecho de daños, en el que la jurisprudencia va oscilando en función del caso para ofrecer la solución más justa, inclinándose en cada supuesto por una u otra teoría para llegar a tal conclusión.
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